Alfred de Musset |
El Poeta En los tiempos en que era colegial cierta noche pasada sin dormir en nuestro solitario salón grande, a la mesa en que estaba se sentó un enlutado y pobre adolescente que era como un hermano en parecido. Era su cara triste y muy hermosa: a la luz de mi lámpara en mi libro abierto se acercó a leer. Y su frente apoyó sobre su mano, y hasta el alba estuvo allí pensativo con la dulce sonrisa entre los labios. Cuando ya iba a cumplir los quince años, un día en que vagaba a paso lento por un bosque y en medio de un brezal, a la sombra de un árbol vi sentarse a un joven enlutado como aquel que era como un hermano en parecido. Le pregunté cuál era el buen camino; un laúd sujetaba en una mano y unas rosas silvestres en la otra. Me saludó muy amistosamente y volviéndose a medias señaló con un dedo una próxima colina. En la edad de creer en el amor en mi cuarto y a solas me encontraba llorando mi primera adversidad. Al lado del hogar vino a sentarse alguien desconocido y enlutado que era como un hermano en parecido. Me pareció sombrío y taciturno; con una mano señalaba el cielo, sujetaba una espada con la otra. Parecía sufrir por mi dolor, pero sólo le oí dar un suspiro y como un sueño desapareció. En esa edad en que somos libertinos, con el fin de brindar en un banquete, cierto día mi copa levanté. Y vi que se sentaba frente a mí un enlutado y raro comensal que era como un hermano en parecido. Bajo su capa vi que se agitaban andrajos de una púrpura en jirones, mirto estéril llevaba en la cabeza. Su brazo flaco fue en busca del mío y mi copa al chocar contra la suya se hizo pedazos en mi mano débil. Transcurrió todo un año, era de noche; yo estaba de rodillas junto al lecho donde acababa de morir mi padre. Y allí en la cabecera se sentó un enlutado huérfano muy triste que era como un hermano en parecido. Eran fuentes de lágrimas sus ojos, y lo mismo que un ángel de dolores estaba coronado por espinas; en el suelo tenía su laúd, su púrpura de rojo color sangre y clavada en el pecho aquella espada. De otras veces tan bien le recordaba que fue fácil poder reconocerle en todos los instantes de mi vida. Es como una visión fantasmagórica, y no obstante, bien ángel bien demonio, he visto por doquier su sombra amiga. Más tarde, ya cansado de sufrir, queriendo renacer o terminar, decidí desterrarme de la Francia; cuando impaciente por echar a andar quise partir muy lejos e ir en busca de perdidos vestigios de esperanza; O bien al pie del Apenino en Pisa, o en Colonia, enfrentada con el Rhin; en Niza, en la pendiente de los valles, en Florencia, en el fondo de un palacio; en un chalé de Brigues, junto al Ródano; en medio de los Alpes desolados; En Génova, país de limoneros; bajo verdes manzanos en Vevey; en El Havre, delante del Atlántico; o en Venecia, en aquel horrible Lido, donde en la misma hierba de una tumba el pálido Adriático se muere. En todas partes, bajo cualquier cielo, dejé mi corazón, dejé mis ojos sangrando por la herida que es eterna; y en todas partes el Hastío cojo, mi fatiga llevando tras de sí, ha querido arrastrarme por el fango. En todas partes yo, siempre sediento, siempre con sed de un ignorado mundo, he seguido la sombra de mis sueños; en todas partes, sin haber vivido, he vuelto a ver lo que ya había visto, el rostro humano y todas sus mentiras. En todas partes, en cualquier camino he apoyado la frente entre mis manos, y como una mujer he sollozado; lo mismo que un cordero que su lana ha dejado en las zarzas, he sentido la sensación de desnudarse el alma; En todas partes donde dormir quise, en todas partes donde morir quise, en todas partes donde pisé tierra, ha venido a sentarse en mi camino un enlutado lleno de desdicha que era como un hermano en parecido. Dime, ¿quién eres tú, que se muestra en mi vida y que siempre se cruza en mi camino? Por tu eterna tristeza, imposible creer que eres todo lo adverso del Destino. Demasiada paciencia hay en tu sonreír, demasiada piedad hay en tus lágrimas. Amo la Providencia si te veo, con mi dolor se hermana tu dolor y se parece tanto a la Amistad. Oh, ¿quién eres? No creo que seas mi ángel bueno porque jamás acudes a advertirme. Ves mis males (¡qué cosa más extraña!), te quedas contemplando cómo sufro. Mi camino recorres desde hace ya veinte años y de ti no sé nada, ni siquiera tu nombre. Te lo ruego, ¿quién eres, quizá Dios te ha enviado? Me sonríes, más nunca compartiendo mi júbilo, me compadeces mas no me consuelas. Esta noche te he visto aparecer. Era una noche para mí muy triste. El ala de los vientos llamaba a mi ventana. Yo estaba solo, encogido en mi lecho; y contemplaba en él aquel lugar amado, tibio aún por un beso muy ardiente; pensaba en cómo la mujer olvida y sentía un jirón de mi existencia que se iba desgarrando lentamente. Juntaba cartas suyas de la víspera, cabellos y residuos del amor, y gritaba en mi oído aquel pasado eternos juramentos de otro tiempo; contemplé muy despacio sus reliquias sagradas que tenía en mi mano temblorosa: llanto del corazón que él mismo consumió, vertido por los ojos que lloraron y que mañana no lo reconocerán. Envolví en un pedazo de buriel estas ruinas de días para mí tan felices. Y me dije a mí mismo: lo que dura en el mundo es como este mechón de unos cabellos. Igual que un nadador que se sumerge en el mar, me perdí envuelto en tanto olvido. Por todos lados echaba la sonda, y lloré al verme a solas, sin que nadie me viese, por aquel pobre amor ya sepultado. Iba a sellar con la negruzca cera aquel frágil tesoro tan amado. No podía creer que estaba devolviéndolo entre el llanto de mi incredulidad. ¡Ah, tú, débil mujer, orgullosa insensata! No podrás olvidarlo, pese a ti. ¿Por qué, Dios mío, tanto desmentirse? ¿Por qué este llanto, esta sofocación, estos sollozos, si es que no me amabas? Te entristeces y sufres, hasta lloras; pero está entre nosotros tu quimera. Adiós, sé bien que contarás las horas que van a interponerse entre tú y yo. Vete, vete, y en ese corazón que es de hielo puedes llevar tu orgullo satisfecho. Yo siento el mío aún joven y vivo, en él queda lugar para mucho dolor sobre el dolor que me has causado tú. Vete, vete, la Natura inmortal todos sus dones no te concedió. ¡Pobre de ti, que quieres ser hermosa y que no sabes nada del perdón! Vete, vete, tú sigue tu destino; no lo ha perdido todo el que te pierde. Lanza al viento el amor que ya sólo es ceniza. Oh, eterno Dios, tú a la que tanto amé... si te alejas de mí, ¿por qué sigues amándome? Pero vi de repente en la noche sombría deslizarse una forma silenciosa. Vi pasar una sombra en mi cortina; luego vino a sentarse sobre el lecho. Oh pálido semblante taciturno, ¿quién eres, enlutado retrato de tinieblas? Di, ¿qué quieres de mí, ave triste de paso? ¿Eres un vano sueño? ¿Eres mi propia imagen que ahora estoy contemplando en un espejo? Espectro de mi juventud, ¿quién eres, peregrino incansable que me sigue? Dime por qué te encuentro sin cesar sentado entre las sombras de mi vida. ¿Quién eres, visitante solitario, huésped tenaz de todos mis dolores? ¿Qué has hecho para que así me persigas? Dime, hermano, quién eres, di quién eres. ¿Por qué sólo te muestras en los días de llanto? La Visión Amigo, nuestro padre es también tuyo. No soy tu ángel guardián ni soy tampoco el destino funesto de los hombres. Acerca de los que amo nunca sé qué caminos sus pasos tomarán en la esfera de barro que habitamos. Te diré que no soy dios ni demonio, y que muy bien acabas de nombrarme dirigiéndote a mí como a un hermano; donde tú vayas yo estaré presente hasta el último día de tu vida, y entonces estaré sobre tu tumba. Tu corazón me lo ha confiado el cielo. Cuando sientas de nuevo este dolor, sin inquietud acude siempre a mí, que yo te seguiré por el camino; pero darte la mano no podré, porque, amigo, yo soy la Soledad. |
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La noche de diciembre |